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tramoya

—¡La música es mentira, la música es mentira! —gritaba el tipo todo el tiempo, yendo de un lado para el otro en el frontón, rodeando las barras más o menos improvisadas con tablones en los que habían colocado un par de grifos de cerveza y cámaras en las que meter los refrescos. Refresco, qué curioso nombre para azúcar diluido en agua. Y el tipo iba de un lado al otro gritando lo suyo mientras yo intentaba mantener la lucidez suficiente como para sostener una lata de cerveza en una mano y un cigarro en la otra sin provocar una hecatombe. Para algunos tipos me gusta utilizar «hecatombre», haciendo el tonto. ¿Sabes?, «ese tipo es una hecatombre», y me río con ganas. Siempre me hace gracia. En esos días en los que me gusta vivir conmigo mismo.

Así que le dije a Raúl «ese tipo es una hecatombre» señalando al de la música y la mentira. Y me reí con ganas. Yo solo. El humor siempre es cosa de uno mismo, luego se tiene la esperanza de que se proyecte hacia fuera, pero no siempre se consigue. Hay que vivir con ello.

Habíamos ido a pasar el fin de semana en una casa rural que de rural tenía sólo el adjetivo y el hecho de que estaba situada en un pueblo, y desembarcamos con nuestras conciencias urbanitas y nuestras maletitas y una curiosa colección de instrumentos. Y nos tomamos unas cervezas como Dios manda, calientes si las prisas dictan vesania, ritmo y rigor de principios, y nos pusimos a tocar. Estábamos libres de todo mal, en vacaciones de fin de semana, sin trabajos y sin responsabilidades y sin las mierdas que nos cuentan que suelen componer una vida misérrima de adulto en los tiempos que corren. Y como no teníamos nada que perder ni miasma que nos distrajera le estábamos dando de lo lindo al tema de hacer sonar cosas con las que la gente se reconoce y disfruta. Y en ese justo momento llegó la dueña de la casa para comprobar que no éramos una secta nihilista de las del Gran Lebowski o una muestra representativa de asesinos en serie actualmente en activo y nos escuchó en plena apoteosis orgiástica de la comunión inexplicable de hacer música. Y le encantó. Ni siquiera le dio importancia al hecho de que las bolsas de viaje estuvieran tiradas por cualquier parte, de que Susana hubiera roto una maceta en un ejercicio de locura bastante cotidiana en ella y no se hubiera molestado ni en recoger el desastre, o a la cosa de que la nevera estuviera ya repleta sólo de cervezas (sí, abrió la nevera, fui testigo). Y como le encantó nos informó de que el pueblo estaba en fiestas, algo que deberíamos haber sabido antes de ir si nos importara lo más mínimo el sitio al que íbamos más que el hecho en sí de ir a algún sitio, y de que conocía al del bar y que le iba a decir que nos improvisara un escenario y, si queríamos, pues tocábamos.

Hay ciertas cosas que no se le pueden decir a tipos como nosotros. La más importante a evitar es «toca».

Es imposible que digamos que no.

Y bajamos medio borrachos pero enteros a la hora que nos habían dicho y comprobamos que el equipo podía perfectamente servir para los pregones del alcalde, pero que igual para tocar no era ni medianamente apropiado. Y, por supuesto, no nos importó. En medio de la circunstancia ligera de estar de fin de semana y de eso de habernos tomado las cervezas suficientes como para no saber desde hace tiempo si el vaso está medio lleno o medio vacío no hay mucho lugar a la crítica. Subimos, enchufamos, probamos un poco mientras un buen hombre con boina nos ecualizaba como podía, nos presenté y empezamos a tocar.

Y un tipo salió del fondo y gritó «¡la música es mentira, la música es mentira!» y no le hicimos ni caso, seguimos a lo nuestro.

No tocamos canciones conocidas, tocamos las nuestras. Al igual que el odio no es el opuesto del amor (el opuesto del amor es el olvido, el odio es una de las polaridades del amor), decir que nuestras canciones eran desconocidas era decir poco: nuestras canciones eran, como poco, ignotas, con tacto: remotas. Resumámoslo diciendo que eran nuestras canciones, que queda mucho mejor y más profesional y más bonito. Y pese a que nadie, por supuesto, las conocía, ni la letra ni la música, todo el mundo se puso a bailar y a cantar los estribillos más repetitivos. Tuvimos la sensación de ser todo un acontecimiento y, por supuesto, lo fuimos. No por ser nada del otro mundo, sino por que la música tiene siempre esas cosas.

Y el viejo, sin embargo, borracho y con larga barba blanca, gritaba «¡la música es mentira, la música es mentira!», todo el tiempo. Nadie le hacía mucho caso, así que como allí donde fueres haz lo que vieres no nos dejamos impresionar y seguimos a lo nuestro.

Después de casi dos horas de concierto y con un público entregado, después de tres canciones finales y siete bises, después de que el alcalde nos dijera que nuestro hospedaje en la casa rural (¡rural!, ¡si tenía aire acondicionado!) corría a cargo del ayuntamiento así como nuestras consumiciones en el bar, decidimos que estábamos a punto de morir de agotamiento, así que seguimos una hora más y le pusimos punto final a aquello. Alguien enchufó un mp3 al equipo y empezó con lo del tractor amarillo. Bajamos, recibimos felicitaciones, nos tomamos más cervezas de las que podíamos asumir como cuerpos humanos, tocamos algunas tetas que se pusieron a tiro (con consentimiento, por supuesto), tomamos algunas cervezas más para tensar la cuerda lo más cerca posible del punto de ruptura, quedamos para luego con quien teníamos que quedar para luego, y nos sentamos en una mesa a cumplir el ritual de los conciertos para justo después de los conciertos: comentar la jugada. Nos habíamos gustado. Nos habíamos gustado mucho.

Los conciertos nacen de los ensayos. Tú pones todo tu esfuerzo en que los ensayos salgan bien, tremendamente bien, y confías que eso te dé la sabiduría suficiente como para dar un concierto después en un estado completo de enajenación mental. No sé si los músicos profesionales se mantienen racionales y cuerdos durante un concierto, pero sí sé que nosotros no. Nosotros, en directo, involucionamos, y si no tuvieramos la repetición cansina de los ensayos no tendríamos nada a lo que agarrarnos cuando pierdes el norte completamente, ese hilo de Ariadna al que aferrarte cuando todo se desvanece. Como bestias sólo nos queda en directo el condicionamiento operante de los ensayos, esa es la luz, el destino y el camino.

Y gracias a eso nos habíamos gustado mucho. Mucho. Gracias a las cervezas también. En un concierto la gente se convierte en ti y tú en la gente que te escucha, y eso te embrutece. Te hace desaparecer en ellos y a ellos en ti. Y el viejo gritando «¡la música es mentira, la música es mentira!» una y otra vez a nuestro alrededor. Terminamos la conversación y nos dispusimos a ir cada uno a lo nuestro, a nuestros asuntos. Y cuando la cogía del brazo sonriendo como un sonreidor, como un tipo todo boca estirada en una sonrisa, el viejo se me acercó a gritarme otra vez lo mismo, una y otra vez. Y yo seguía sonriendo. Y la tipa que estaba a mi lado sonreía también. Y cada persona que nos encontrábamos nos sonreía. Y yo estaba empezando a sentirme empalagado. Y sonreíamos, todos sonreíamos. La chica, yo, la gente alrededor, y el viejo gritaba lo suyo. Y me fui acercando al camino que nos llevaba a la casa rural que no lo era, y la gente nos retenía, y la chica se repensaba las cosas y yo no podía impedirlo, y el viejo, y los círculos concéntricos abriéndose muy despacio, y la noche plagada de estrellas, y la ausencia del luz del camino, y cuando por fin podemos poner nuestros pies en la tierra, cuando por fin lo estamos consiguiendo, el viejo me coge del brazo y me dice «¡eh, eh, eh, espera, eh!», y me sigue cogiendo del brazo y no me deja avanzar, y en el otro brazo tengo bajo el cielo de estrellas a la chica que esta noche es mi único cielo, pero el viejo no me deja avanzar y tira de mí para que me dé la vuelta, y yo ya casi no puedo hacer otra cosa que hacerlo de una vez y ver a dónde me lleva esto, y entonces lo hago, resignado a mi suerte, y me giro, y le miro a los ojos, y pienso que tiene ojos de loco que se parecen mucho a los que veo en el espejo cada mañana. Y el tipo piensa un momento, decidiendo lo que va a decir, y me suelta el brazo. Y me mira. Y dice:

—Pero una mentira bonita.

Y se da media vuelta y se va con prisa.

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